Capítulo 1: Sally

Operación Pecera

Nueva York, día 13 de febrero.

El aroma a café rancio y el murmullo constante del aeropuerto no eran suficientes para distraer a Sally de la excitación que sentía. Había pasado semanas planeando ese viaje sorpresa, cuidando cada detalle con una mezcla de nerviosismo y emoción. Al fin y al cabo, no todos los días tenía la oportunidad de sorprender al hombre al que amaba.

Sally había aprovechado que Jack tenía que estar un par de días en Washington por trabajo y que volvería el día catorce a casa. Sin que Jack lo supiera, compró un billete de avión de Washington a Nueva York y lo metió con disimulo en el portafolios de viaje de Jack, en sustitución del de vuelta a casa. Después, buscó un hotel romántico en el sur de Manhattan.

Unas horas antes de que Jack terminara sus reuniones, Sally lo llamaría y le diría que comprobara a qué hora salía su vuelo. Entonces, Jack descubriría que el billete de vuelta a Richmond había sido sustituido por uno a Nueva York y empezarían las sorpresas que Sally había preparado para Jack. La ilusión y la alegría de Sally, ya de por sí habituales en ella, estaban desbordadas durante todo el proceso de preparación del viaje. La sonrisa dibujada en su cara era permanente. En realidad, habría sido una magnifica idea si no fuera por lo que estaba pasando.

A su llegada al aeropuerto JFK, el ambiente bullicioso la envolvió. El frío de febrero se filtraba por las puertas automáticas y la gente se movía de un lado a otro cargada con maletas y abrigos. Sally se ajustó el cuello de la chaqueta y se dirigió a la fila de taxis con una sonrisa feliz. Su bolso contenía los itinerarios impresos y una pequeña nota que había preparado para JAck, la pieza central de su sorpresa.

Cuando el taxi arrancó hacia Manhattan, Sally se permitió un momento de reflexión. Miró por la ventana las luces intermitentes de la ciudad que nunca duerme y recordó cómo había llegado hasta allí. La idea había nacido semanas atrás, una noche tranquila, mientras Jack estaba absorto en su trabajo.

Fue su primer pensamiento, pero hacerlo realidad no había sido tan simple. Esa semana, habían convocado a Jack a Washington para una serie de reuniones de los comandantes de los grupos de élite de las Fuerzas Especiales, y el día de San Valentín estaría de vuelta en casa. Tenía que coordinar desplazamientos, encontrar un hotel romántico y, lo más difícil, cambiar el billete de regreso de Jack por otro que lo llevara de Washington a Nueva York sin que se diera cuenta.

Sally había logrado todo eso y más. Jack siempre decía que no le gustaban las sorpresas, pero ella sabía que este tipo de gestos lo derretían.

—Al Bradbury, por favor —dijo al taxista, que asintió sin mirar atrás.

El Bradbury era un pequeño hotel boutique en el sur de Manhattan, conocido por su ambiente acogedor y las vistas impresionantes del puente de Brooklyn. Había elegido ese lugar porque reflejaba a la perfección lo que quería para ese viaje: intimidad y calidez en medio de la urbe frenética. Algún paseo por los barrios de la adolescencia de Jack, cogidos de la mano, y alguna cena romántica en el Village o en el SoHo. Cuando los padres de Jack murieron cuando él era adolescente, lo acogió su tío Steve, que vivía en Nueva York. Steve era solo catorce años mayor que Jack y siempre se había comportado más como un hermano mayor que como un padre. Jack siempre hablaba de esa época de su vida y de esos barrios con cierta nostalgia y una gran dosis de cariño. Cuando Steve murió de forma prematura y Jack se quedó de nuevo solo a los dieciocho años, decidió alistarse en los marines.

Mientras el taxi se adentraba por las calles iluminadas de Manhattan, Sally cerró los ojos y se permitió recordar. Había escondido el billete cambiado en la carpeta de Jack. También había dejado una nota con un mensaje simple pero cargado de significado:

«¡Sorpresa! Te espero en Manhattan para celebrar San Valentín. Nos vemos en el hotel Bradbury. Te quiero. Sally».

«Espero que lo encuentre a tiempo», murmuró para sí misma con una sonrisa.

Recordó cómo había empacado sus cosas con cuidado, cómo había seleccionado su ropa para las cenas que había pensado tener y para las actividades que planeó para ambos: la noche de San Valentín en un restaurante con vistas al skyline de Nueva York, un paseo por el parque al amanecer y, si todo salía bien, una conversación sobre el futuro que había estado posponiendo.

Sally era católica y, aunque no necesitaba estar casada para ser feliz con Jack, pensaba que era una forma de ser consecuente con sus ideas. No era que Jack se hubiese negado a casarse; era solo que jamás lo había mencionado. Sally estaba segura de que, si ella lo insinuaba, Jack accedería de buen grado. Pero lo más importante era lo que había detrás de eso: el deseo de Sally de tener un hijo. Y un hijo, según sus creencias, debía nacer en el seno del matrimonio. Por eso empezó a pensar en serio en casarse. Ella sabía que, por el trabajo y la forma de vida de Jack, habría sido muy complicado en los casi seis años que llevaban juntos. Pero las cosas habían cambiado en el último año. Jack había empezado a hablar de dejar el ejército y retirarse. Al principio, no parecía muy convencido, pero las cosas habían cambiado despacio en los últimos meses. Esa escapada podía ser el punto de inflexión del futuro de ambos.

El taxi se detuvo frente al Bradbury y Sally sintió un nudo en el estómago. A pesar de su confianza habitual, siempre había algo en ese tipo de planes que la llenaba de

incertidumbre. Bajó del coche y respiró con profundidad antes de entrar al hotel. La recepcionista, una mujer joven con una sonrisa amable, le dio la bienvenida.

—Bienvenida al Bradbury, ¿tiene una reserva?

—Sí, a nombre de Sally Pearson.

La recepcionista verificó la información y le entregó, para sorpresa de Sally, una clásica llave metálica con un cubo de madera donde estaba escrito en rojo 402.

—Está en la habitación 402. Espero que disfrute de su estancia.

Cuando entró en la habitación, Sally se quedó maravillada. El lugar era tan encantador como las fotos habían prometido: una cama grande con sábanas impecables, un balcón con vistas al puente de Brooklyn y una decoración que combinaba elementos clásicos y modernos. Dejó su equipaje junto a la cama y se acercó al balcón.

El aire frío de febrero la envolvió mientras miraba las luces que danzaban en el East River. Por un momento, olvidó los detalles del plan y simplemente disfrutó del momento. Este viaje no era solo para Jack, también era para ella. Una oportunidad de reconectar, de recordar por qué había elegido compartir su vida con él, y por qué no, una oportunidad para planificar un futuro juntos.

Esa noche, Sally no pudo evitar quedarse despierta hasta tarde, mirando la ciudad desde el balcón mientras el tiempo parecía detenerse. Con cada luz que parpadeaba en la distancia, imaginaba el rostro de Jack cuando encontrara la nota, cuando subiera al avión y, al fin, cuando la viera en el Bradbury. La incertidumbre la emocionaba y la aterraba a partes iguales.

Se preguntó qué pensaría él. Jack era un hombre práctico, alguien que prefería los planes bien establecidos. Pero Sally sabía que, bajo esa fachada estoica, había un corazón capaz de sorprenderse y emocionarse. Eso era lo que ella quería tocar con este viaje. Quería aprovechar la ocasión para hablar sobre su futuro. Hacer planes juntos. Tal vez formar una familia.

Mientras pensaba en todo eso, la ciudad seguía viva al otro lado de la ventana y Sally sonrió. El día siguiente era San Valentín, pero, para ella, la magia ya había comenzado.

Al día siguiente por la mañana, Sally se despertaría temprano, con energía renovada. Saldría a correr como hacía cada mañana y, después, tal vez a pasear por la ciudad mientras esperaba a Jack. Tenía la intención de preparar algunos detalles adicionales: flores para la habitación, bombones y una lista de canciones que sabía que a él le encantarían.

Sally se sentó en la cama y miró el reloj. Sabía que Jack no llegaría hasta el día siguiente por la tarde, pero el simple hecho de esperar la llenaba de alegría.