Capítulo 2: Peter Goodwing
Operación Pecera
Hospital Mount Sinai. 7.00 a. m. del día de San Valentín.
El día anterior había sido bastante movido, con reuniones hasta última hora, y ese día había madrugado para poder estar muy temprano en Nueva York. Peter Goodwing, acompañado por un pequeño séquito de tres personas, observaba en silencio la vasta extensión de Manhattan desde la ventanilla del helicóptero privado que lo transportaba al hospital Mount Sinai. Había salido de Washington cuando aún no había amanecido. La oscuridad de la ciudad comenzaba a difuminarse ahora con la luz del amanecer. A su lado, Carter, su hombre de confianza, mantenía una expresión impenetrable mientras observaba con atención cada movimiento del paisaje urbano.
—Señor, aterrizaremos en cinco minutos —dijo Carter con tono calmado pero firme.
Goodwing asintió con la mente ocupada en pensamientos inquietos. Nadie, excepto el personal del helicóptero, sabía quién era él en realidad. Esa máscara de anonimato debía ser su escudo durante esa visita, en un intento de mantener su privacidad mientras lidiaba con una situación personal delicada. Iba a enfrentarse a algo nuevo e inesperado. Cuando contactó con el hospital para advertir de su visita, se identificó solo como el padre de Rita Olsen, sin dar su verdadero nombre.
Carter era un hombre que encarnaba la profesionalidad del Servicio Secreto. Su metro noventa de estatura y su complexión robusta eran algo intimidantes. El cabello cortado al cepillo, y con una proporción muy grande de gris acorde con los cincuenta años que tenía, encajaba a la perfección con un par de ojos oscuros y penetrantes que lo analizaban todo a su alrededor, aunque casi siempre los llevaba ocultos tras unas gafas de sol. Tenía unas manos grandes, como el resto de su cuerpo. Tras treinta años en el servicio secreto, había acumulado experiencia en todo tipo de trabajos y misiones críticas para grandes mandatarios, y su calma bajo presión lo convertía en el guardaespaldas ideal para liderar ese equipo.
Junto a él estaban solo otros dos agentes, ya que Goodwing había exigido máxima discreción: Riggs, el más joven del grupo, experto en logística y comunicaciones, y Connor, un tirador de precisión que rara vez hablaba, pero cuya eficiencia era incuestionable. Cada uno había sido seleccionado no solo por su experiencia, sino también por su capacidad para operar en circunstancias extremas.
La llamada a Goodwing había llegado la noche anterior y había roto la monotonía de su agenda política. Una joven había conseguido contactar con él desde el Mount Sinai, tras sortear a toda una red de secretarias entrenadas para interceptar llamadas no deseadas. Rita Olsen, una adolescente que alegaba ser su hija, le había contado una historia muy convincente. Su madre, fallecida hacía un año, había dejado instrucciones con pistas irrefutables para que Goodwing no pudiera ignorar la posibilidad de que la adolescente dijera la verdad. La muchacha le contó que se había debatido entre la idea de ignorar lo que su madre le había confesado y la de contactar con él y explicarle la situación. Pero una situación especial de su salud precipitó la decisión y por eso estaban hablando. Eso había sucedido dos días antes, y ahora él estaba allí para conocerla.
El helicóptero aterrizó en la gran H marcada en la azotea del hospital con un estruendo ensordecedor. El ruido de las aspas apenas permitía escuchar las instrucciones de los agentes de seguridad. Carter lideró al grupo hacia el interior del edificio. Los guio con rapidez por los pasillos hasta una sala de espera restringida, mientras el helicóptero volvía a despegar con rapidez para dejar despejada el área de aterrizaje.
Allí, la doctora Rebeca Walsh los esperaba. Era una mujer esbelta que rondaría los sesenta. Llevaba el cabello, que no le llegaba a los hombros, recogido en una coleta juvenil. De la frente le colgaban dos mechones blancos y cuidados. Tenía una mirada despierta e inquisitiva que denotaba a una persona observadora y curiosa. No era el perfil de una mujer seductora, pero sin duda era atractiva.
La doctora Walsh no pudo ocultar su asombro al ver que estaba delante del presidente de los Estados Unidos, en lugar del anónimo Señor Olsen, padre de su paciente Rita, con el que había hablado de forma breve por teléfono la noche anterior. Era un hombre cuya presencia llenaba por sí sola la sala donde se encontraban. Goodwing emanaba energía y confianza por igual. En la mitad de la cincuentena, conservaba un cuerpo atlético sin asomo de grasa. Con una estatura de un metro ochenta y cinco, le sacaba a la doctora más de veinte centímetros. Entre sus rasgos faciales destacaba una mandíbula esculpida que denotaba un carácter fuerte y decidido. Sus ojos verde claro contrastaban con su piel oscura.
—Señor… presidente, ¿debo llamarlo así?
Goodwing asintió con un gesto amable. Su rostro se dulcificó y mostró la cara de un buen hombre, gesto que no pasó desapercibido a la doctora Walsh.
—Gracias por venir tan rápido. Su hija… Rita fue operada de urgencia anoche. Está estable pero sedada, en la unidad de cuidados intensivos. La intervención fue delicada pero exitosa. Todo estaba previsto para operarla la próxima semana, pero tuvimos que adelantar la intervención cuarenta y ocho horas, ya que surgió una pequeña complicación que ponía en riesgo su viabilidad y decidimos no esperar —terminó la doctora Walsh.
Goodwing soltó un leve suspiro de alivio y asintió. —Gracias, doctora. Quiero verla.
—Por supuesto, señor. Por aquí, por favor.
Caminaron por los silenciosos pasillos, impregnados del olor a desinfectante, mientras la doctora Walsh le explicaba los detalles de la intervención y del postoperatorio al presidente. Los guardaespaldas de Goodwing se mantuvieron cerca, siempre alerta. La UCI estaba algo aislada del resto del hospital; era un santuario frágil donde los pacientes luchaban por sobrevivir. Goodwing observó a Rita a través de la ventana de la habitación. La chica que dormía en la cama, casi sin abultar, apenas tendría dieciséis años y lucía un semblante pálido y delicado, salpicado de pecas. Su cabello, que asomaba con discreción bajo un gorro quirúrgico, era rojizo, a juego con sus pecas. A pesar de los tubos y los monitores que rodeaban la cama, se notaba la fuerza latente en ella.
—Le daré unos minutos —dijo la doctora Walsh y dejó que Goodwing entrara a la habitación.
—Gracias, doctora.
Al entrar, Peter se quedó quieto al lado de la cama y observó el rostro dormido de Rita. En ese instante, las dudas se disiparon. No necesitaba pruebas de ADN; su corazón ya lo sabía. Ella era su hija. Era la viva imagen de Sofia.
El sonido de pasos apresurados interrumpió sus pensamientos. Carter entró con gesto de preocupación.
—Señor, tenemos una situación… extraña. Algo está ocurriendo en la ciudad.
Goodwing vio a través de los cristales de la UCI a la doctora Walsh y un grupo de médicos en discusión. Le pidió a Carter que hiciera entrar a Walsh. No quería mostrarse en público si no era necesario.
—¿Qué sucede? —le preguntó a Walsh, intentando mantener la calma.
Walsh, visiblemente nerviosa, le explicó que había informes de algún paciente con comportamientos extraños. Por lo visto, algunas personas con graves heridas que habían ingresado en el hospital manifestaban comportamientos agresivos y habían atacado al personal.
—¿Atacado? —Goodwing arqueó una ceja—. ¿Qué clase de ataque?
—Mordeduras, señor. Como si estuvieran fuera de sí. Lo peor de todo es que dos de los mordidos han empeorado en cuestión de minutos, uno de ellos en cuestión de segundos, y han muerto, para luego… —Walsh buscaba una palabra para describir algo indescriptible— volver en las mismas condiciones de quienes los infectaron. Aún no sabemos qué está causando esto, pero la situación se está complicando con rapidez.
—¿Qué quiere decir con «volver»? ¿Me está diciendo que hay muertos que vuelven a la vida y lo hacen para morder a los vivos que tienen cerca? —pregunto Goodwing perplejo.
—Así es, señor —contestó con sequedad Walsh.
—¿Está Rita segura? —quiso saber Goodwing.
—Sí. La UCI, además de estar bastante aislada del núcleo central del hospital, está cerrada con puertas de seguridad, como ha podido comprobar. Nadie puede entrar sin autorización.
Goodwing asintió, pero su mente se llenó de preocupación. Las noticias sobre una especie de infección, como la rabia, que había empezado como rumores en los canales de noticias locales, ahora cobraban un carácter aterradoramente real.
Carter, que había escuchado en silencio, habló al fin.
—Señor, deberíamos considerar evacuar de inmediato. Esto puede estar fuera de control en cualquier momento.
En los pasillos empezaban a escucharse gritos lejanos ocasionales y el eco de algún tumulto.
Goodwing cruzó los brazos y miró al horizonte pensativo. La idea de abandonar a Rita era impensable, pero también sabía que su presencia allí complicaba las cosas.
—Doctora Walsh, ¿sería posible evacuar a Rita ahora mismo? —pregunto Goodwing. —Bueno, necesitaría prepararla y sacarla de la sedación. Para eso requiero un tiempo razonable. Por no hablar de lo inoportuno que puede ser movilizarla de forma prematura. Tal vez en una hora… —contestó la doctora.
—No puedo irme, Carter. No sin ella.
—Lo entiendo, señor. Entonces, hablaré con el equipo. Necesitamos un plan para mantener la seguridad a su alrededor.
—Doctora, empiece a hacer los preparativos en cuanto lo vea posible, por favor —le dijo Goodwing a la doctora Walsh.
En ese momento, Riggs recibió un mensaje por radio que transmitió enseguida a Carter. El informe era claro: el brote se estaba extendiendo por todo Manhattan y las autoridades locales, por el momento, no tenían control de la situación.
—No entiendo cómo puede descontrolarse tan deprisa —dijo Carter.
Riggs, con una mente analítica, tenía fama entre sus colegas de ser un cerebrito.
—Si el contagio es tan rápido como dicen y un infectado puede «volver a la vida» y contagiar a alguien en…, pongamos, cinco minutos. Y cada uno de esos «renacidos» infecta a su vez a otra persona sana en los siguientes cinco minutos, y así sucesivamente… en cuestión de una hora podrían ser… —Riggs hizo un pequeño cálculo mental— unos 8.192 infectados. Y, en un par de horas, los infectados podrían ser… —frunció el ceño mientras calculaba— unos treinta y tres millones y medio. Esto, evidentemente, si cada «mordedor» encontrara una víctima sana en los próximos cinco minutos y… Bueno, es solo una hipótesis —terminó de forma brusca al ver el rostro grave de Carter y de Goodwing.
Riggs miró de soslayo a la doctora Walsh, que asintió.
Goodwing sintió el peso de la responsabilidad sobre sus hombros. Si además se revelaba su identidad en el hospital, el caos podría intensificarse. Por el momento, debía mantener la calma, el anonimato y proteger a Rita.
Mientras el equipo médico continuaba atendiendo a los pacientes con normalidad, Carter improvisó una reunión con Riggs y Connor para reforzar la seguridad en torno a Goodwing y Rita. Las puertas de la UCI se cerraron con doble seguridad e instalaron guardias en cada entrada. Riggs revisó las comunicaciones del hospital y las conexiones con el mundo exterior, para asegurarse de mantener una línea abierta con las autoridades. Después, se apostó en la primera puerta exterior de la UCI. Mientras, Connor vigilaba las áreas más vulnerables por las que alguien podría colarse en la UCI, con su subfusil FN P90 en la mano, preparado para cualquier eventualidad.
—Señor, necesitamos hacer un inventario de recursos disponibles —sugirió Riggs mientras desplegaba su tablet para actualizar el sistema de logística del equipo.
Carter asintió y revisó sus armas y cargadores.
En ese preciso momento, Goodwing se acercó a Carter y le pidió un arma para él. Carter iba a negarse cuando recordó el pasado militar del presidente. Goodwing había sido militar de carrera, graduado en West Point, y había servido en los rangers durante tres años. Había llegado al grado de capitán. Una grave herida en combate en una refriega en Irak lo apartó de forma definitiva del ejército y, poco después, empezó su carrera política. Quería seguir sirviendo a su país y encontró así otra manera de hacerlo. Carter comprobó su arma suplementaria, una Glock 19 del calibre 9 Parabellum, y sin rechistar se la entregó junto con dos cargadores adicionales completos. Guardó para sí la Sig Sauer P226.
Goodwing comprobó de forma profesional el arma, la enfundó en la parte trasera de su cinturón y guardó los cargadores en el bolsillo posterior de su pantalón, tras lo cual regresó junto a la cama de Rita.
Tomó su mano con cuidado, con el deseo de que se despertara pronto. En su mente, comenzaba a formarse un plan. No importaba cuán grave se volviera la situación; protegería a su hija a cualquier coste.
Mientras tanto, Connor, desde una posición estratégica, con el arma preparada para disparar, observaba a través de un gran ventanal los movimientos en el exterior del hospital. Su entrenamiento le permitió identificar patrones en los comportamientos erráticos en algunas personas que se aproximaban al edificio. Informó a Carter sobre un pequeño grupo que parecía afectado por ese extraño brote y que podría representar una amenaza directa si lograban entrar en el hospital.
Fuera, el jaleo subía. Las primeras luces de la mañana revelaban un Manhattan que sucumbía con lentitud al caos. El rugido distante de sirenas se mezclaba con gritos y sonidos inusuales, como si la ciudad misma estuviera enfermando. Pero, dentro de la UCI, Goodwing se prometió mantener la calma y luchar por lo que ahora, de pronto, le importaba.
Carter recibió una comunicación del helicóptero, que seguía a la espera. Por lo visto, estaban rodeados y amenazados por un pequeño grupo aislado de gente enloquecida que atacaban a la gente a la que alcanzaban en su avance. Los pilotos sugerían alzar el vuelo y buscar algún otro sitio seguro para posar el helicóptero cerca del hospital y volver a él cuando se requiriera su presencia. Carter les dio la autorización.
—Pero permanezcan cerca y estén preparados para cuando se les llame. Y mantengan la comunicación abierta de forma permanente. ¿Entendido?
—Entendido —respondió el piloto—. Nos elevamos.
Mientras tanto, Riggs encontró tiempo para analizar rutas de escape alternativas dentro del edificio, por si debían irse de forma precipitada. Si la situación empeoraba y era necesario mover a Goodwing y Rita, había planeado una evacuación rápida hacia el helipuerto donde los habían desembarcado o, si esa vía quedaba cortada, usar una salida en desuso en el sótano, que daba a la calle. Informó a Carter, que evaluó esas posibilidades, consciente de que cualquier decisión habría de tomarse con rapidez y precisión.
—No podemos fallar, señores —dijo Carter con voz firme mientras dirigía a su equipo— Cada segundo cuenta y, mientras sigamos aquí, dependemos de nosotros mismos. Mantened los ojos bien abiertos.