Capítulo 3: Zombis
Operación Pecera
Manhattan, 6.30 a. m. del día de San Valentín.
La luz del día empezaba a despuntar con suavidad sobre las calles de Manhattan, mientras algunos transeúntes comenzaban su rutina diaria sin notar que algo estaba a punto de cambiar para siempre. Entre el tráfico y el sonido de los cláxones, un ciclista avanzaba con rapidez por la Quinta Avenida. Llevaba un casco de bici rojo brillante y una mochila desgastada a la espalda, y esquivaba a los taxis y a los peatones con la destreza de alguien acostumbrado al tráfico de la ciudad.
Apenas prestaba atención a su alrededor, enfocado en llegar a tiempo a su siguiente encargo. No vio al conductor del SUV negro que giraba con brusquedad en la esquina. El impacto fue brutal. El ciclista salió despedido por el aire, aterrizó en el asfalto y quedó inmóvil.
Una pequeña multitud se reunió enseguida alrededor de la escena. Algunos sacaron sus teléfonos móviles para grabar, mientras otros intentaban ayudar. Un hombre con traje gris se arrodilló junto al ciclista y le palpó el cuello en busca de pulso.
—No responde —dijo, con voz tensa—. Que alguien llame a una ambulancia.
Otro hombre de mediana edad, que se identificó como médico, tomó el control de la situación. Hizo una inspección rápida al ciclista y movió la cabeza con gravedad.
—No hay nada que hacer. Está muerto.
El conductor del SUV, visiblemente alterado, intentaba explicar que no era culpa suya, que el ciclista había surgido de la nada, que no lo había visto venir. La tensión aumentó cuando, a los pocos minutos, la Policía llegó al lugar, pero nadie estaba preparado para lo que sucedería después.
Mientras el médico se apartaba del cuerpo, el ciclista se movió. Fue un movimiento sutil al principio: un leve espasmo en los dedos. La multitud se quedó en silencio. Alguien dejó escapar un grito ahogado cuando el ciclista, cuyo cuello mostraba una fea herida de la que manaba sangre sin parar, comenzó a levantarse.
—¿Está vivo? —preguntó el hombre del traje gris, aún agachado al lado del ciclista.
Pero algo estaba mal. Los ojos del ciclista eran opacos, sin vida, y un gruñido bajo salió de su garganta. Antes de que alguien pudiera reaccionar, se giró hacia el médico que estaba junto a él. Lo tiró al suelo y le hundió los dientes en el cuello. Le arrancó un pedazo de carne y le seccionó la arteria carótida con una violencia que congeló a todos los presentes. Del cuello del hombre salió un grito aterrador y empezó a manar sangre como un surtidor.
Se desató la locura. Los gritos llenaron el aire mientras la multitud intentaba dispersarse. Algunos tropezaban y caían al suelo, mientras otros corrían en direcciones opuestas. Los agentes de Policía desenfundaron sus armas, pero parecían incapaces de procesar lo que veían.
Uno de los oficiales, una mujer joven con una placa que brillaba bajo el sol, disparó al aire para intentar controlar la situación.
—¡Aléjense de la zona! ¡Esto es una emergencia! —gritó.
Pero aquello no hizo más que aumentar el pánico y la confusión. La gente empezó a correr en todas las direcciones. El ciclista, ahora transformado en algo que ya no era humano, ignoró las advertencias y se desentendió de su primera víctima, que ahora yacía inerte, para girarse hacia ella y buscarla con esos ojos vacíos de vida.
El segundo oficial disparó directo al pecho de la criatura. El impacto lo hizo tambalearse, pero no se detuvo. Con un gruñido gutural, avanzó hacia ellos y dejó un rastro de sangre tras de sí. Los disparos continuaron, pero parecía imparable.
Habían pasado menos de dos minutos y el médico al que había atacado el ciclista empezó a levantarse del suelo, tambaleante. Los policías se fijaron en sus ojos. Totalmente opacos. Su mueca era la misma del ciclista mientras husmeaba el aire en busca de sangre.
***
También había amanecido en las calles del Upper West Side. A las siete de la mañana, el vecindario mantenía una calma ficticia que cambiaría en minutos, cuando el sonido de los taxis, el rumor del tráfico y los transeúntes inundaran el ambiente. Un hombre caminaba con rapidez por la acera, con el abrigo oscuro ajustado al cuerpo y una mochila colgada del hombro. Aparentaba treinta y tantos años, tenía un andar decidido y una expresión de prisa en el rostro. En la mochila llevaba unas cien dosis de fentanilo que acababan de pasarle en un narcopiso. No reparó en las sombras que lo seguían.
De repente, dos figuras emergieron de un callejón cercano. Los hombres se movieron con rapidez y cercaron al transeúnte con movimientos coordinados. Uno de ellos, un tipo alto con una cicatriz visible en la mejilla alzó la voz.
—¡Eh, amigo! Dame tu mochila. Ahora.
El hombre se detuvo y evaluó la situación. Miró al otro asaltante, un joven nervioso que jugueteaba con algo dentro de la chaqueta, probablemente un arma. El transeúnte apretó los labios y retrocedió un paso. Sin duda, lo habían seguido y sabían lo que llevaba encima.
—No quiero problemas. —Levantó las manos con lentitud—. Llevo algo de dinero, pero nada de valor.
—No me interesa tu dinero —gruñó el de la cicatriz—. Dame la mochila o…
Antes de que pudiera terminar la frase, el atracador más joven sacó un arma de fuego. Los movimientos se volvieron frenéticos. El camello intentó retroceder y, en un acto desesperado, giró sobre sus talones para huir. Fue entonces cuando el disparo perforó el silencio de la mañana. Una bala lo alcanzó en la espalda, seguida por otra que le atravesó el corazón y lo tiró al suelo.
El hombre cayó de bruces. Su cuerpo quedó inmóvil mientras un charco de sangre se expandía con rapidez debajo de él. Los dos asaltantes se miraron nerviosos.
—¡Vámonos! —exclamó el joven con la voz cargada de pánico. Tomó la mochila del hombre, que yacía en el suelo, y salió corriendo.
Ambos desaparecieron por el callejón y dejaron la escena en un escalofriante silencio. Pasaron solo unos instantes antes de que un transeúnte alarmado llamara a una ambulancia, que llegó enseguida. Dos sanitarios bajaron con eficiencia para revisar el cuerpo del hombre.
—No tiene pulso —dijo uno de ellos mientras colocaban un estetoscopio sobre el pecho ensangrentado—. Hora de la muerte: 7:02 a. m.
Cubrieron el cuerpo con una manta térmica y comenzaron a reunir el equipo para preparar el traslado al forense. Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado.
El cuerpo que había bajo la manta se movió. Primero fue una leve contracción, apenas perceptible, pero luego se convirtió en un movimiento brusco que le apartó la manta del cuerpo. Los sanitarios se miraron incrédulos cuando el hombre, que debería estar muerto, comenzó a incorporarse con lentitud.
—¡Dios mío! —exclamó uno de ellos—. ¿Qué coño está pasando?
El hombre alzó la cabeza. Sus ojos, opacos y carentes de humanidad, se fijaron en el sanitario más cercano. Sin advertencia previa, se abalanzó sobre él con una fiereza inhumana, hasta que lo derribó al suelo. El otro sanitario retrocedió horrorizado mientras su compañero gritaba y trataba de luchar contra el mordisco que ya le desgarraba el cuello.
El grito alertó a un agente de Policía cercano, que llegó corriendo con la mano en su arma reglamentaria. La escena que encontró lo dejó sin palabras: un hombre ensangrentado, supuestamente muerto, atacaba a un sanitario mientras el otro intentaba en vano arrastrarse fuera del alcance del atacante.
—¡Alto o disparo! —gritó el oficial, pero el atacante no reaccionó.
Sin otra opción, disparó dos veces.
Los disparos le acertaron en el pecho, pero no parecieron tener efecto. El atacante solo se tambaleó antes de girarse hacia el agente, que retrocedió por instinto. Fue entonces cuando una tercera bala, esa vez dirigida a la cabeza, al fin lo derribó hasta dejarlo inmóvil en el suelo.
El lugar quedó sumido en el caos. Los testigos comenzaron a reunirse. Algunos grababan con sus teléfonos mientras más agentes de Policía llegaban a la escena. El sanitario herido fue trasladado al hospital en estado crítico. Su compañero lo acompañó en la ambulancia y le brindó los primeros cuidados.
Mientras tanto, en una comisaría cercana, los informes empezaban a llegar. Las autoridades locales comenzaron a conectar los puntos: no eran incidentes aislados. Había ya varios informes de comportamientos similares en otras partes de la ciudad y, en algunos casos, grabaciones de móviles y cámaras de tráfico, además de testigos directos de los ataques que confirmaban los peores temores.
El teniente de Policía de una comisaría cercana al último incidente observó los vídeos en silencio con el rostro sombrío. Cada imagen que pasaba en la pantalla de su oficina era una nueva pieza de un rompecabezas perturbador. No solo estaban lidiando con un brote de violencia inexplicable; ahora se enfrentaban a algo que desafiaba toda comprensión lógica.
—Esto no es normal —dijo al fin—. O todas esas personas no estaban muertas de verdad y los médicos y sanitarios estaban equivocados, o los muertos están volviendo a la vida de una forma inexplicable pero extremadamente rápida y violenta. Tenemos que informar a los federales. Ahora.
El Upper West Side, que solía ser un lugar tranquilo y seguro, había sido testigo de algo que desafiaba toda lógica. Una plaga, aún sin nombre oficial, había comenzado a revelar su verdadero rostro y sembraba el terror entre quienes habían creído que estaban a salvo.
En la sala de urgencias del hospital al que habían llevado al sanitario herido, un equipo médico luchaba por estabilizarlo. Pero ocurrió algo alarmante: la herida de su cuello comenzó a infectarse con rapidez y se propagó a una velocidad que desconcertó a los doctores. La piel alrededor de la mordedura adquiría un tono grisáceo y el paciente convulsionaba. La habitación se llenó de alarmas y gritos.
Mientras los doctores intentaban contener al sanitario, llegó un comunicado urgente al hospital desde el Departamento de Salud Pública. Las autoridades habían identificado patrones similares en otras partes de la ciudad. Las órdenes eran claras: cualquier paciente que mostrara signos de comportamiento errático tras una mordedura debía ser inmovilizado y aislado de inmediato. Pero a ese hospital las instrucciones llegaron demasiado tarde.
El sanitario, que había perdido el conocimiento momentos antes, se levantó de la camilla con un movimiento antinatural. Sus ojos, ahora vacíos, se fijaron en la enfermera más cercana, que, paralizada por el terror, no logró esquivar el ataque.
Los gritos inundaron el hospital y, en cuestión de minutos, el caos se extendió por toda el área de Urgencias. El pánico comenzó a propagarse por los pasillos.
Mientras tanto, en las calles, los testigos del incidente en el Upper West Side subían sus vídeos a las redes sociales, lo que generó una avalancha de reacciones.
Mientras los líderes trataban de coordinar una respuesta, la infección seguía extendiéndose. En Washington Heights, una mujer a la que habían mordido en el parque infantil ahora lideraba a un grupo de criaturas tambaleantes por las calles. Los residentes de la zona adyacente al parque, desesperados, comenzaron a cerrar puertas y ventanas, pero los infectados eran implacables con quienes no tenían refugio.
Un grupo de policías llegó a la zona y dispararon para intentar contener a la horda. Los infectados caían, pero se levantaban de nuevo. Uno de los oficiales retrocedió con el rostro pálido mientras vaciaba su cargador contra la mujer que avanzaba con el brazo colgando de forma antinatural.
—¡No se detienen! —gritó mientras disparaba a otro infectado que había aparecido desde un callejón lateral.
—Recordad: ¡las órdenes son dispararles a la cabeza! —gritó uno de los oficiales.
De inmediato, todos los policías cambiaron de objetivo. Una joven policía apuntó a la cabeza a uno de los niños zombi que avanzaban hacia ella. Pero se vio incapaz de disparar contra aquella cabecita que se le acercaba con los brazos extendidos como si buscara protección. Cuando llegó hasta ella, se fundió en un apretado abrazo mientras le mordía el cuello y desgarraba la carne y los vasos sanguíneos de la policía.
Los gritos y los disparos eran ensordecedores. Una familia atrapada en un edificio de apartamentos observaba desde una ventana mientras los infectados golpeaban la puerta principal. Un hombre, dentro de la casa, abrazaba a su hija y le susurraba que todo estaría bien, aunque sus ojos aterrados, que observaban las escenas de la calle, traicionaban sus palabras.
En una sala de control del Departamento de Salud, un equipo de epidemiólogos y científicos analizaba los datos que llegaban. El doctor Harrison, líder del equipo, se ajustó las gafas mientras observaba los gráficos que mostraban la rápida propagación del brote.
—Esto no tiene precedentes —murmuró—. La velocidad de transmisión, la agresividad de los infectados… Esto no es un virus común.
Uno de sus asistentes, una joven investigadora llamada Ellen, levantó la voz. —Doctor, si no detenemos esto ahora, toda la ciudad podría caer en cuestión de días. —De horas —la corrigió Harrison—. Envía los datos al CDC y coordina con la OMS.
Necesitamos a todas las mentes brillantes del mundo trabajando en esto.
***
En el ayuntamiento de Nueva York, el alcalde Robert Lang observaba las imágenes transmitidas en vivo desde una pantalla gigante en la sala de crisis. A su lado, un equipo de asesores, jefes de Policía y representantes de emergencias intentaban comprender lo que estaba ocurriendo.
—¿Qué demonios se supone que estoy viendo? —exclamó Lang mientras señalaba hacia la pantalla.
La jefa de Policía, una mujer robusta llamada Marcy Wheeler, dio un paso adelante.
—Señor alcalde, aún no tenemos una explicación clara. La situación parece estar fuera de control en la Quinta Avenida y en el Upper West Side, pero están llegando informes de incidentes similares desde otras partes de la ciudad. No es un caso aislado.
Lang aún tenía en su mente la videoconferencia que acababa de mantener con los principales responsables de sanidad y salud, que intentaban descifrar lo que estaba ocurriendo. La doctora Helena Grayson, una epidemióloga de renombre, después de analizar las grabaciones y los datos preliminares, dijo con voz firme:
—Si esto es lo que parece, no nos enfrentamos a un simple brote infeccioso. Esto es algo completamente diferente. Necesitamos medidas drásticas antes de que sea demasiado tarde. Esas palabras aun resonaban en la cabeza de Lang, que se pasó una mano por el cabello, visiblemente nervioso.
—¿Cuántos infectados estamos viendo?
Marcy consultó sus datos antes de responder:
—Es difícil de precisar, pero estimamos que hay al menos treinta brotes activos, muchos de ellos con más de un sujeto, pero el número aumenta cada minuto. De hecho, se duplica cada pocos minutos.
—Necesitamos establecer un perímetro —intervino uno de los asesores de seguridad— . Si esto se expande más allá de Manhattan, no podremos contenerlo.
—Tiene razón —dijo pensativo el alcalde—. De momento, bloqueen todas las entradas y salidas de la isla de inmediato —ordenó a Marcy.
Ella asintió, aunque su mirada estaba fija en la pantalla.
—Quiero todos los recursos disponibles en esto —continuó Lang—. Además de la Policía, la Guardia Nacional, el FBI, los equipos de emergencia, los bomberos… Lo que sea necesario. No podemos dejar que esto destruya la ciudad.
Mientras tanto, en una comisaría cercana, los oficiales de Policía intentaban organizarse en medio del caos. Una joven agente revisaba de forma frenética el arsenal y distribuía armas y municiones a sus compañeros.
—¿Alguien sabe contra qué estamos luchando? —preguntó un veterano mientras se ajustaba el chaleco antibalas.
—No importa qué sea —respondió el capitán de la comisaría, que acababa de llegar de la reunión con el alcalde—. Lo importante es que no dejemos que avance. Quiero puntos de control en cada entrada y salida de Manhattan de nuestra zona. Nadie entra ni sale sin autorización, ¿entendido? Si es preciso, disparad a matar. Sabemos que lo único que los detiene es una bala en la cabeza. Corred la voz. Y otra cosa —sentenció muy serio—, no dejéis que os muerdan.
Mientras el día avanzaba, las autoridades empezaron a implementar las medidas de contención. Se levantaron barricadas en los puentes y túneles que conectaban Manhattan con el resto de la ciudad. Los helicópteros sobrevolaban las zonas más afectadas y barrían desde el aire las calles infestadas mientras los equipos de emergencia intentaban rescatar a los sobrevivientes.
Desde el ayuntamiento, Lang emitió un comunicado televisado, con el rostro pálido pero decidido.
—Ciudadanos de Nueva York, nos enfrentamos a una crisis sin precedentes. Quiero que sepan que estamos haciendo todo lo posible para garantizar su seguridad. Les pido que permanezcan en sus hogares y sigan las instrucciones de las autoridades. Unidos superaremos esto.
Las palabras del alcalde se transmitieron en pantallas gigantes por toda la ciudad, pero en muchos lugares ya no había nadie para escucharlas. Los infectados avanzaban por las calles principales y atacaban sin discriminación. Una gasolinera en el Lower East Side explotó tras un enfrentamiento entre policías y una horda, lo que iluminó el día con un resplandor naranja.
En Times Square, un grupo de turistas que se había atrincherado en una tienda de recuerdos trataba de escapar por una escalera de emergencia. Pero el ruido de sus movimientos atrajo a los infectados. Un hombre tropezó en los escalones y, antes de que pudiera levantarse, lo arrastró la multitud que lo seguía.
Mientras tanto, en Hudson Yards, un equipo de SWAT intentaba evacuar a los empleados de una torre de oficinas. Uno de los infectados, un hombre corpulento con un uniforme de seguridad, rompió las líneas defensivas. A pesar de los disparos, avanzó como una fuerza imparable y con una rapidez impropia de lo que habían visto hasta el momento en los infectados. Derribó a varios agentes antes de que lo abatieran al fin con un disparo en la cabeza.
En la sala de crisis del ayuntamiento, el alcalde Lang observaba las imágenes en vivo con una mezcla de incredulidad y desesperación.
—¿Cuánto tiempo tenemos antes de que todo Manhattan caiga?
Uno de sus principales asesores consultó los últimos informes y respondió con voz grave:
—Uno o dos días. Tal vez menos. Horas.
Lang asintió con el rostro endurecido por la determinación.
—Entonces, hagamos que esas horas cuenten. Movilicen todo. Debemos resistir.
Poco después, hubo un apagón general que dejó sin suministro eléctrico a la ciudad. Las cosas se complicaban aún más, pero todavía quedaba mucho por venir. voluptatem.